Desde
que tengo uso de razón, sagradamente y sin motivo alguno, nos reuníamos todos
los domingos en casa a disfrutar en torno a un asado, pero lo mejor de esto eran
los preparativos, pues cada uno tenía una tarea asignada. Mi familia de cuna
éramos sólo 5: mis padres, mi hermano, mi hermana y yo; en cambio la familia
del corazón siempre al menos se duplicaba.
Recuerdo
que las tareas del colegio por hábito se debían tener listas el sábado; el
domingo era el día sagrado para compartir en familia, para conversar lo que en
la semana por tiempo se postergaba, para romper la dieta y para reír hasta que
nos doliera el estómago, porque la risa era lo que primaba en ese… mi día
favorito…
Todo
comenzaba el día anterior. El “maestro” (personaje que desempeña labores de
carpintería, jardinería y mecánica en casa) dejaba el carbón al lado de la
parrilla, ese era el comienzo. La carne se compraba el día sábado en ese
entonces famoso supermercado “San Juan”. Algunas veces se compraba el favorito
de mi papá: el asado de tira, otras veces la punta picana, la palanca, el entrecot, carne para
preparar fierritos, pollo, las famosas ñañas pero que pucha que costaba
encontrar, aunque sin lugar a dudas, la más deseada de todas era la carne de cordero
(de los que criaba mi padre).
El
día domingo ma-dru-gá-ba-mos, le hago hincapié porque nadie en su sano juicio
puede levantarse un día domingo a las 7:30, yo me imaginaba a todos mis
compañeros durmiendo, menos nosotros, los González Boric… en fin!. El desayuno
por lo general se tomaba en cama viendo un poco de tv, que en ese entonces el único programa para sintonizar era
“El pabellón de la construcción”; no podíamos regodearnos porque sólo teníamos
cinco canales, de los cuales en tres aparecían las líneas verticales de
colores. Luego de eso, cada uno se iba a comenzar con sus tareas designadas.
Las
mujeres partían a la cocina. Eran las encargadas de hacer las ensaladas. El infaltable
pebre, las papas mayo con zanahoria (con mi hermana nunca entendimos porque no
las hacían con arvejas), las habas con cebolla pero peladas (la que le tocaba
pelarlas quedaba con las yemas de los dedos “tignadas” de negro, pero así son
los gustos simples de los González Boric), la completa Barraza (ensalada que
conocimos en un restaurant y quedamos fascinados, consiste en lechuga, tomate,
cebolla… más que simple), el aclamado arroz cocinado por la gran “Chica Lidi” -una
de las viejitas más importantes en mi vida que llegó a casa un día a pagar una
letra de Gonart, no se fue más así que ma pasamos por la libreta-.
Luego
venía la preparación del aperitivo. Por tradición no podía faltar el famoso pisco
sour… pero no cualquier pisco sour, tenía que ser con la medida 133 como el
número de los carabineros: una medida de limón, tres medidas de pisco y tres
cucharadas de azúcar flor (actualmente es reemplazada el azúcar por una medida
de goma); y por supuesto, con su apoteósico picoteo, empanadas o choripanes, así
que comprenderán que el día lunes la retención de líquidos era inminente. Mientras se preparaba todo esto, el café y la
conversa eran el toque especial…
Mi
padre era el encargado de preparar el asado… esa era su labor. Recuerdo que
tenía su técnica, nada era al azar. El carbón que se usaba tenía que ser de
espino. Para encender el fuego se armaba una especie de ruca alrededor de una
botella cubierta con diario, al que llamábamos “maraco”. Nunca supe porque ese nombre, sólo escuchaba,
“préstame papel para hacer em maraco” “traigan el maraco”... El famoso “maraco”
era una botella de vino que se cubría con papeles de diario “amuñados” y eso
hacía que el fuego prendiera y agarrara como coloquialmente se dice, porque
JAMÁS se usaba secador o algo por el estilo, eso sí que era un pecado mortal.
Luego se desparramaban las brasas cuando el carbón tomara el color rojo y no
salieran llamas, después de todo ese ritual se instalaba la parrilla. En ese
momento los primeros vasos llegaban al dedo chico y las empanadas o choripanes era
los invitados más esperado.Mi
padre ponía la carne a la parrilla con la siguiente regla de oro: la carne
había que darle la vuelta cuando comenzaba a sangrar y ahí sólo ahí, se le
aplicaba la sal por el lado tostado. A la hora se le daba la vuelta nuevamente
y se aplica la sal por ese lado, se dejaba hasta el punto justo que con tanta práctica ya se lo sabía de memoria, a la mayoría nos
gustaba más bien tres cuarto, a excepción de mi hermana que le gustaba a punto.
Llegaba
la hora en que la carne estaba lista y todos exclamaban:
- -Uy que estoy
satisfecho!! Comí tanto!! Para la próxima no pongan tanto para picar…
Pero
después de igual forma todos terminábamos con los platos como pirámide con
comida.
Muchas
veces añadíamos tres mesas para que pudiéramos sentarnos todos juntos, recuerdo
ese famoso juego de comedor blanco de plástico, el que una vez mi papá se fue a
tierra; ese otro juego de comedor salmón que pertenecía a la cocina o esos
tablones de madera que usábamos cuando los comensales abundaban… aún me
pregunto… ¿de dónde sacábamos tanta loza?...
Estábamos
por lo menos una hora y media comiendo, cuando ya sentías que no podías más,
llegaba un trozo de carne “chilrriando” como decimos que te guiñaba el ojo y
terminabas comiéndotelo de todas formas… Los salud, los chistes, las ensaladas,
la fuente de carne iban y venían, el compartir los cubiertos era parte de la
tradición. Más de una vez alguien decía “quedé como la reina de Barraza” (por historia
de lo que dijo la Reina de Barraza: “quedé sudá como yegua y rellena hasta las
retetas”).
En
mi familia no se conversa… se grita… cualquiera que nos escucha desde afuera
creería que estamos peleando, pero no… somos así y así nos respetamos, nos
amamos y nos reímos de nosotros mismos. Es tanto así que donde trabajamos
nos tiran la talla diciéndonos que si estamos en la feria… es un temón!.
Si
terminabas y descuidabas tu plato, mi madre te repletaba el plato de carne, y eso
era pan de cada domingo.
Luego
venía el infaltable postre… mi mamá siempre nos deleitaba con algo rico, tiene
unas manos de monja… realmente impresionante... Todos estábamos que
explotábamos pero al postre jamás se le decía que no. Algo que recuerdo muy
bien, es que mi padre siempre molestaba a mi mamá y le decía “está rico María
pero no lo haga más”, pero de igual forma terminaba raspando la fuente.
La
sobremesa se extendía hasta la hora de onces, era realmente entretenida; entre
bajativos, aguas de hierba, cafecitos, cigarrillos, puros, charlas, juegos, las
horas corrían sin siquiera darnos cuenta, y así transcurrieron mis maravillosos
e imborrables domingos…
No
solo celebrábamos el 15 de mayo el día de la familia, sino que todos los
domingos del año… Como dice la canción de Pimpinela… “Quiero brindar por mi
gente sencilla, de corazón, BRINDO POR LA FAMILIA