Recuerdo como si fuera ayer cuando en las noches sentía miedo, yo le decía: ¿puedo acostarme contigo?, y
ella con sus ojos semi-cerrados, levantaba las tapas y eso significaba un sí. Ese
sí que tantas noches me calmó y que hizo que muchas veces ese miedo se convirtiera
en amor.
Fuimos creciendo y seguimos
siendo amigas. Ninguna de las dos fue amiguera, peleábamos, nos pegábamos, pero
también disfrutábamos haciendo coreografías, vendiendo vhs (sacamos todos los
vhs y hacíamos una especie de video club y le arrendábamos películas a mi papá).
Jugábamos a la agencia de viajes con los voucher que nos pasaba mi mamá. A la cocina: preparábamos leche con chocolate combinando agua y barro. Nuestros completos eran
hojas de gomeros rellenos de otras flores, ramitas. A pesar
de que nunca nos faltó nada, nuestros juegos eran muy sencillos, pero pucha que
nos entreteníamos.
Ya en la etapa de mis 18 años,
tuvimos el privilegio de vivir juntas en Santiago en un departamento familiar
en Las Condes. Ella estudiaba Ingeniería comercial y yo ingeniería en
Agronegocios. Ella en una universidad privada llegando a la cordillera, yo en
una universidad estatal cerca del terminal de buses en Estación Central. Sus
amigas eran pelolais y solían llamarse “gorda” (tono cuico), mis amigas no eran
pelo lais y se usaban el término “flaca”.
Teníamos vidas totalmente
diferentes, pero hacíamos muchas cosas juntas, teníamos tallas internas, llegamos
a mimetizarnos en algunos momentos.
La rutina de lunes a viernes no variaba
mucho, algunos días salía ella primero a la universidad, algunos días yo. Pero
el fin de semana lo aprovechábamos mientras se podía, sobre todo el día sábado,
era como nuestro día. Todos los sábados íbamos al Alto Las Condes de Shopping,
ella ama vitrinear, yo lo odiaba. Ella ama el Mc Donalds, yo el KFC. Ella usaba
ropa de marca, yo acostumbrada a ropa de “tricot”. Yo amo leer, ella las series
policiales. Su universidad era bellísima, grande, top, la mía era más bien “pintoresca”
pero tan universal, que es lo que más me gustaba de ella. Pero a pesar de todas
nuestras diferencias, siempre nos acompañábamos mutuamente.
Después que aplanábamos el mall,
partíamos al Jumbo. Podíamos estar horas ahí, nos paseábamos por todos los
pasillos, íbamos por tres cosas y salíamos con diez. El presupuesto mensual
siempre era el mismo, y teníamos que usarlo para todo: bencina, ropa, comida,
fotocopias, aunque viaje que hacíamos a Ovalle, volvíamos repletas de frutas,
verduras, carne y cuanta gueseras nos daban.
Sagradamente después de las
compras, íbamos al Cinemark a ver alguna película. Generalmente de acción,
drama, pero nada de amorsh ni de animalitos (ella las detesta). Antes de entrar
al cine, nos comprábamos el paquete de cabritas más grande, porque pensar en ir al
cine sin comer cabritas era un sacrilegio. ¿La bebida?, la sacábamos en las
máquinas expendedoras que estaban en el primer piso jajajajajaja.
Suena amarrete, pero en tiempo de universidad cualquier ahorro es bienvenido.
Cuando nos preguntaban ¿y bebida?, pensábamos que claramente el
vendedor cachaba que la llevábamos en la cartera (que parecía bolso de viaje
con tanta cosa que llevaba), difícilmente que comiendo tanta cabrita no sintiéramos
sed.
Como siempre, nos sentábamos en
la última fila para que nadie nos fuera a patear el asiento, y porque según
ella, tenía la mejor visión de la sala (así le decía un ex pololo). A penas nos
sentábamos, nos poníamos los lentes (porque somos piti), y nos zampábamos las
cabritas. Aún no decía “presenta”, cuando ya nos habíamos comido la mitad del
paquete.
Después crearon las salas
premier, eso fue la perdición. Una ve que vas a una de estas salas, volver a ir a
la tradicional... no way. En la premier estábamos acostadas y tapadas, se
sentía así como “cine en su casa”. Algunas veces yo me quedaba dormida viendo
la película, otras se dormía ella.
Algunos domingos amanecíamos
antojadas de comer un dulce, así que partíamos a la galletería Laura R en
Vitacura. Nos comprábamos tres o cuatro dulces, que con un cafecito wuau que
delicia. Ella amaba el tres leches, yo el cheesecake de chocolate, Llegué a
comprar uno completo!! dejaron de venderlo porcionado, así que “obligada” a
comprarme uno entero y mi hermana me lo dividía. Calculaba que me alcanzara hasta el viernes,
pero cuando ya era miércoles no me quedaban ni las raspas, era más que delicioso…
En mi vida he vuelto a probar uno tan rico.
Otros domingos partíamos a la
casa de una prima en Huechuraba que tiene tres hijos. Nos atendían como reinas,
nos reíamos a carcajadas, conversábamos de la vida, jugábamos con los niños, y
así pasábamos la tarde. Otras veces ibamos a jugar bowling con un pololo mío de aquella época, lo pasábamos el descueve
los tres… Íbamos al cine, a chanchear, veíamos los partidos de Chile con un
asadito, era bien entrete.
Todo esto duró hasta que ella se
devolvió a Ovalle a trabajar a la empresa familiar y yo me quedé en Santiago
buscando trabajo, donde finalmente ingresé a una auditora.
Nuestros caminos se separaron
absolutamente cuando yo me fui a vivir unos meses a Ecuador a cumplir uno de mis sueños, hacer un
voluntariado de tortugas marinas. Ella comenzó una relación y a los pocos meses
quedó embarazada. Cuando me enteré de la primicia (no de la mejor forma, ni por
parte de ella), me sentí traicionada, pensé: “¿En que momento yo dejé de ser su
mejor amiga?”, yo pensé que sería la segunda persona en enterarme después de su
pareja… pero no fue así, ella prefirió contarme cuando ya estaba de vuelta en
Chile. Mi enojo no duro mucho, porque al momento de verla y ver su incipiente
guatita debajo de ese abrigo blanco que tanto le gusta, la abracé tan fuerte y
supe que seríamos las tres mosqueteras para siempre.
En ese entonces, ella tenía tres meses de embarazo, así que aún había tiempo de disfrutar juntas antes que llegara una “intrusa” a nuestras vidas jajaja. Íbamos al cine, al casino,
comíamos cosas ricas, de hecho engordé yo más que ella jaajajaja. Me apañaba en
mis conquistas, y sagradamente dormía en casa de ellos todos los sábados. La
veía hacer de todo, incluso hasta en el octavo mes bañaba a sus perritos sin
problema. Corría (a mí se me paraba el corazón de solo pensar en que se podía
tropezar), creo que incluso tenía más pilas que yo.
Todo esto duró hasta ese 16 de
diciembre cuando partieron a Santiago a esperar el momento del parto, el que
al final se retrasó hasta el día 8 de enero cuando tuvo una cesaría urgente.
Desde ese momento nuestras salidas al cine, al mall, ya no existen. Ni los interminables paseos por los supermercados. El dinero ya no lo destina
en ella, sino que en pañales, leche y lo necesario para Rafaela. Ni siquiera
recuerdo cuando fue la última vez que se compró ropa, porque todo es para su
hija. A mí me cuesta entenderlo porque no soy mamá, y creo que tampoco lo seré.
Para mí el sueldo es completo para mí, yo decido en que quiero gastarlo,
dividendos, viajes, ropa, vicios, no tengo que preocuparme de pañales,
piluchos, tetes, ni nada por el estilo.
Ahora sólo comparto con ella
cuando me paso del trabajo a su casa. Pero el estar con ella obviamente implica
estar con mi sobrina (a la que amo). Así que ya es costumbre y hasta entretenido, sentarnos en
el baño mientras mi sobrina se da un baño de tina, sentarnos las tres en la
cocina a comer o a jugar con sus “guetes” o “guapis” (traducción: juguetes y
lápices).
El único momento que tenemos sólo para nosotras, son esos 30 minutos en los que se desploma en la banca del patio, suspira y se relaja mientras nos fumamos unos
puchos. Ahí conversamos tranquilas, a veces puras
tonteras, otras veces escucho: “mañana tengo que lavarle los tutos a la
Rafaela”, “¿Se habrá dormido?”, “tengo que comprar más leches”, comentamos nuestro día, emociones y frustraciones. Es increíble como la vida de una mujer cambia cuando ya tiene su
familia, pero a pesar de eso, cada vez que estoy ahí, me siento como si
estuviera en mi propia casa, riéndome como solíamos hacerlo hace más de seis años atrás.
Siempre supe que algún día me
convertiría en tía, mi hermana tenía claro que ser madre era una de las cosas
que quería ser. Lo que
nunca imaginé, fue que ser tía cambiaría tanto mi vida.
Aunque yo no sea su madre, gracias a ella, me di cuenta que es posible amar con todo el corazón a una pequeña que no
es mi hija, y desear protegerla y cuidarla como si lo fuera.
Así que
gracias por llegar a nuestras vidas, por iluminarlas con tu presencia, sonrisa
y abrazos. Porque al ser mi
primera sobrina (y creo que única), despertaste en mí un amor especial y
diferente, en definitiva me robaste el corazón.
Si algo
tengo claro es que todavía nos quedan muchas cosas por vivir. Estoy segura que
muchísimas de ellas serán buenas, otras no tanto, pero quiero que sepas que
todas nos harán unirnos más. Y quiero que sepas que a pesar de que el día
a día no sea fácil y nos distancie a veces, siempre voy a estar ahí
para cuando lo necesites.
Porque una hermana escucha, apoya, abraza y aconseja SIEMPRE, las 24 horas
del día, los 7 días de la semana.